lunes, 7 de noviembre de 2011

Doña Rosario Ibarra de Piedra


Añejas remembranzas
Publicado el 7 noviembre, 2011 por Senadores PT
Por Rosario Ibarra de Piedra
Tengo frescas en la memoria aquellas noches cálidas de Monterrey, cuando en la puerta de la casa de mi abuela materna, mi querida e inolvidable Adelaida Villarreal, nos sentábamos la “nietada” completa, a verla y a escuchar sus pláticas con los eternos visitantes de las tertulias que noche a noche se daban.

Los asiduos asistentes eran los esposos de las amigas de mi abuela y uno que otro solterón solitario y triste que allí se divertía un poco… o discutía mucho.

Las amigas de mi abuela no iban porque opinaban que las pláticas de Adelaida eran muy aburridas… “No sabe hablar de otra cosa más que de política”, solían decir; pero eso sí, jamás se atrevieron a prohibir a sus maridos que noche a noche de aquellos veranos fueran “a cambiar impresiones con la vieja viuda” que sacaba sillas y mecedoras a la banqueta para que sus amigos charlaran con ella “a la vista de todo mundo”.

Mi hermoso e inolvidable padre, su yerno, la adoraba y sobre todo la admiraba, porque a pesar del sufrimiento que fue para ella quedar viuda a los 38 años y con ocho hijos —y poco a poco, en los años venideros perder a cuatro de ellos víctimas de enfermedades entonces incurables—, se sobrepuso a la tristeza y rechazó el apoyo de sus hermanos para mantenerla junto con los cuatro hijos que sobrevivieron y llegaron a edad adulta y la rodearon de nietos.

Mi hermosa y queridísima abuela, a la que recuerdo con fuerte nitidez, solía leer cuanto periódico caía en sus manos y cuanto libro solía encontrar a mano o buscar en cualquier rincón de su casa. No recuerdo pregunta que se le hiciera que no pudiera o no quisiera contestarnos a mí o a uno de los 17 nietos que por aquellos años tenía, pues por entonces perdió a una nietecita que ella había criado por la viudez de su hijo… La delicada prima Olguita, que murió de pulmonía a los 12 años y dejó una cicatriz enorme de tristeza en aquella valiente mujer a la que tanto quise y tanto recuerdo.

A pesar de toda su tristeza, y no obstante el trabajo enorme de dirigir a los empleados de La Voz del Pueblo (así se llamaba su panadería), se dio tiempo para escribir al Congreso de Nuevo León, solicitando que se concediera el derecho de voto a la mujer… Pero ¡triste suceso…! ¡Triste recuerdo en mi memoria párvula! Caminaba por el patio con un papel en las manos y las lágrimas asomaban a sus ojos cansados y tristes… “¿Por qué lloras abuelita? Le pregunté, y ella, acariciando mi cabeza, me dijo: después te explicaré.

Mi padre, testigo de aquel encuentro, solícito como era para atender mis dudas, me explicó la causa de la tristeza de mi abuela, que se grabó en mi memoria como con tinta indeleble y aquel recuerdo fue la causa y la razón por lo que sin titubeos acepté la proposición de ser la primera mujer en la candidatura a la Presidencia de la República en ésta, mi hoy dolorida patria. Lo hice sin asomo de interés alguno. Sentí, cuando me propusieron los amigos del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), que sería una forma de hacer realidad aquello con lo que la hermosa vieja tanto soñó: ver a las mujeres en la política y acrecentar sus derechos.

La he recordado mucho últimamente porque pienso cuán grandes hubiesen sido su preocupación y su pena por sus seres queridos y por todos los habitantes pobres de este país si viera lo que hoy sucede… Si hubiese conocido ese crimen terrible de “lesa humanidad” que es la desaparición forzada de personas, que ha manchado de dolor a miles de hogares en América Latina, desde el río Bravo hasta la Patagonia… De esta América, que como dijo el poeta, el genio de Nicaragua, el enorme Rubén Darío: “La América que tenía poetas desde los viejos tiempos de Nezahualcóyotl; que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco; que el alfabeto pánico en un tiempo aprendió; que consultó los astros, que conoció la Atlántida, cuyo nombre nos llega resonando en Platón, que desde los remotos momentos de su vida, vive de luz, de fuego, de perfume, de amor…” Enorme Rubén Darío, ¿qué dirías si vieras que este trozo de tierra de América que se llama México, no vive más de luz, de fuego, de perfume, de amor, sino que, desde el alba hasta que cae la noche, se escucha que hay dolor, que hay pena, que una tristeza enorme inunda miles de hogares; que crecen como mala yerba la maldad y el crimen; que la muerte viste de luto a familias enteras… Y también, que aparte de los llamados cuatro jinetes del Apocalipsis que galopan por muchísimos lugares de la Tierra, regando lo que en sus nombres se pregona: guerra, hambre, peste y muerte, aquí en nuestro pobre suelo, hay tres hembras que también son jinetes, malas, como se dice, “como ellas solas…” Se llaman corrupción, impunidad y simulación y, aparte, se murmura entre nuestro pueblo que “están entrenando a otras, muy sus amigas, en cosas peores”.

Ojalá que quienes esto dicen estén equivocados. Ojalá que el pueblo mexicano, a fuerza de lucha pacífica, pueda hacer que los males que nos aquejan terminen para siempre… Que dejemos de escuchar el eco del galope de los terribles jinetes, tanto de los famosos cuatro como de las tres malignas féminas, líneas antes nombradas.

Dirigente del Comité Eureka